En un modelo de toma de decisiones, las consecuencias de nuestros actos y la intensidad en la que percibimos una futura satisfacción, son factores determinantes para la elección de una línea conductual que nos induzca a la acción. Analizamos nuestras alternativas de acción, valoramos el nivel de esfuerzo para implementarlas y ponderamos el nivel de sacrificio al que estaríamos dispuestos a llegar por tomar otro camino.
Esta es la razón por la cual no siempre, de manera consciente, tomamos la mejor decisión de todas desde el punto de vista de resultado, sino que consideramos como tal aquella que nos lleve a obtener un grado de satisfacción aceptable a un costo de recursos menor. La forma como nuestra mente funciona y toma la decisión de «tomar decisiones» es estudiada por la psicología cognitiva, la cual llevada al campo de los negocios, nos permite comprender el porqué en una negociación podemos lograr resultados esperados pese a no ser los óptimos.
Existe un factor cognitivo denominado «aversión a la pérdida», lo cual significa que las pérdidas y las ganancias no son sopesadas con igual intensidad ante las mismas circunstancias. Por ejemplo, la mayoría de nosotros reaccionaría emocionalmente con mayor intensidad si perdemos un billete de $20 de lo que reaccionamos emocionalmente cuando lo ganamos. Esto explicaría fenómenos como la cautela (muchas veces desmesurada) a invertir en acciones de alto riesgo en Bolsa o la posibilidad de ofrecer una contra oferta a un colaborador que desea salir de la empresa (mas allá de que el costo de contratar y capacitar a uno nuevo sería mayor).
La aversión a la pérdida nos induce a la tendencia de mantener nuestro status quo en perjuicio de cualquier iniciativa de cambio. Con esta reflexión, ya conocemos ahora el proceso cognitivo y socio emocional que está detrás de todo rechazo al cambio; una de las grandes batallas que todo líder debe emprender con sus colaboradores y contra nosotros mismos.